La quimera de la transparencia electoral

Guita financiamiento Partidos

El “affaire” de los aportantes truchos de la campaña de Vidal en Buenos Aires trae nuevamente al tapete la cuestión del financiamiento electoral, tema éste que esporádicamente motiva iniciativas parlamentarias que por lo general naufragan en el denso mar de los intereses políticos o terminan en reglas inoperantes que fracasan por la simple y sencilla razón de que son concebidas en cómodos despachos judiciales o laboratorios de organizaciones que conocen sólo la superficie de los avatares del funcionamiento de un partido político y divulgadas por ígnaros opinadores mediáticos.

Lo único que han logrado las regulaciones sobre financiamiento – promovidas en particular por los magistrados del fuero electoral – es que la mayoría de las agrupaciones sufran multas a diestra y siniestra que convierten el supuesto apoyo financiero del Estado en una mísera limosna y a las a instituciones sacralizadas como “fundamentales para la democracia” en kioscos.

Es decir que la finalidad sustantiva perseguida por la ley que es apoyar económicamente a los partidos y sus campañas electorales, se ve frustrada por cuestiones formales provenientes de funcionarios y técnicos a los que lo único que les importa es cuidar su pellejo y conservar su sustancioso sueldo con la indeseable consecuencia de la degradación objetiva del partido político como institución.

Por si ello fuera poco, los legisladores se dejaron llevar en su momento por el discurso judicial y sancionaron un procedimiento híbrido que mete cuestiones administrativas, electorales y penales en una mezcolanza a resultas de cuyas lagunas la justicia electoral termina erigiéndose en único árbitro supremo y atribuyéndose a sí misma una facultad legisferante que no tiene – por ejemplo establecer el período de prescripción de la acción – disfrazada de “resoluciones” “acordadas” e interpretaciones que eventualmente pueden llevar a que una falta administrativa termine en una inconstitucional pena de inhabilitación de candidatos que es materia de otra rama del derecho, con lo cual el poder de los jueces y camaristas se ve incrementado exponencialmente en proporción directa con su capacidad de daño.

Mas allá de todas estas disquisiciones lo cierto y objetivo es que las irregularidades que salieron a la luz no hacen sino demostrar por enésima vez el rotundo fracaso de la normativa teóricamente destinada a evitarlas – por lo menos respecto de su objetivo – como no puede ser de otra manera ya que parte de un supuesto quimérico, a saber, que es posible controlar con exactitud el origen y la aplicación del total de los fondos empleados en una campaña electoral. Eso no ocurre aquí ni en la China.

La regulación sobre financiamiento de campañas viene entonces a ser como la religión, una especie de valla “moral” que evita desbordes masivos pero no la concupiscencia individual de sus fieles y sus pastores.
Así como el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones también el camino al poder está siempre construido en parte con baldosas de dudosa santidad porque esas son las reglas del juego, y quien no las sigue, salvo raras excepciones, sucumbe en la competencia.

La realidad indica entonces que querer controlar ex post los fondos de campaña es como querer cazar una liebre con una escoba en un contexto donde nadie, repito, nadie, puede tirar la primera piedra, a tal punto que si se da la paradoja de que si todas las irregularidades pudieran ser descubiertas y sancionadas con estas reglas inadecuadas … ¡El país se quedaría sin autoridades!

Prueba fehaciente de todo lo antedicho es una nota publicada en Clarín bajo el inexplicablemente pretencioso título de “Dinero de campaña: cómo salir de la opacidad”, cuyo autor es director de IDEA, una de esas asociaciones teorizantes que se mencionaron antes, en la cual se presentan como si fueran soluciones una serie de expresiones de deseo que reflejan con claridad el grado de desorientación y desconocimiento que hay en el tema.

Los partidos políticos constituyen la primera y máxima expresión del derecho de asociarse con fines útiles, derecho que está en la base misma del sistema democrático. Pretender convertirlos en meras creaciones legales y sujetarlos al tutelaje judicial extremo son pretensiones destinadas al inexorable fracaso y mientras no se asuma esta realidad primigenia no se encontrarán las fórmulas legislativas eficaces que concentren los esfuerzos en lo realmente importante.

En efecto, las regulaciones respecto de los fondos que se utilizan en campañas electorales tienen como finalidad principal evitar que aportes de empresas o individuos que se escudan en la opacidad favorezcan en forma determinante las posibilidades de determinados candidatos que luego de acceder al poder devuelvan esas contribuciones en forma de actos perjudiciales a la sociedad en general, ya sea con influencia, protección para los delitos o privilegios que beneficien indebidamente a los aportantes.

Pero la realidad indica que todos, absolutamente todos, los candidatos con posibilidades gastan más de lo que declaran en sus rendiciones que son en gran parte dibujos contables no porque sea su objetivo engañar al público sino porque se ven obligados por normas que pretenden encorsetar en reglas incumplibles la dinámica de campañas en las que el dinero circula en un lapso sumamente breve por los más diversos canales a una velocidad incontrolable aún para quienes tienen a su cargo el manejo centralizado de los recursos.

Como se dijo antes, esas normas son concebidas, redactadas y aplicadas por gente que no tiene percepción directa de lo que significa el día a día de una campaña ni de las exigencias que impone la necesidad de que su tumultuoso curso no se detenga ni por un instante en la competencia por el poder porque ello podría sellar su suerte.

Por eso es que tales recetas fracasan y luego de cada aparición de actos que no encajan en sus moldes teóricos salen los presuntos voceros de la transparencia a rasgarse las vestiduras y a reclamar a voz en cuello más regulaciones con el fin de rascar algo de espacio mediático.

Claro está que no es cuestión de dejar librada al poder del dinero un paso tan esencial a la calidad democrática como el proceso de reproducción de las autoridades, pero tampoco ayuda poner el foco en la opacidad de las contribuciones y no ver el panorama completo: María Eugenia Vidal ganó incuestionablemente las elecciones no porque su agrupación justificó aportes empleando nombres al azar, sino porque los ciudadanos estaban hartos de morir en inundaciones, carecer de cloacas y sufrir el flagelo del narcotráfico, la inseguridad y la mafia policial. Y esto es lo verdaderamente importante no lo que reglas distorsivas obligan a hacer a los responsables de las rendiciones de cuentas.

Cuando los jueces, técnico, opinólogos y periodistas dejen de intoxicar a la sociedad electoral induciéndola a error mediante reglas que exhiben incoherencias indisimulables quizás se pueda comenzar a sacar el tema de los juzgados y a elaborar un esquema creativo, integral, práctico y eficaz que cumpla su objetivo, porque mientras se admita que los partidos políticos deben justificar hasta el último centavo al mismo tiempo que se acepta que el instituto Patria puede blindar el acceso estatal al origen de los cuantiosos fondos que alimentan su accionar estaremos chapaleando en el mismo barro.

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