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Los partidos políticos y el inútil tutelaje estatal

 

Desde hace mucho tiempo hay en ciertos cenáculos académicos, parlamentarios y judiciales una tan extendida como infundada creencia de que es posible convertir a los partidos políticos en una especie de templos de civismo mediante un molde jurídico ideal cimentado en tan profusas como ineficaces regulaciones legales de la actividad partidaria para así satisfacer algunas tan legítimas como líricas aspiraciones de una opinión pública descreída de las instituciones políticas.

Tal concepción parte de una anacrónica visión autoritaria que pone al Estado – a través del poder judicial – como un vigilante cuestor del cumplimiento de reglas excesivas que no hacen sino entorpecer la vida partidaria y desnaturalizar  la esencia de ese instituto contribuyendo así a la decadencia que lo aqueja imponiendo exigencias que no se compadecen con su virtualidad constitutiva.

No por nada el primer esbozo de encorsetamiento legal de los partidos nació en una dictadura: fue la pretensión del dictador José Félix Uriburu de perpetuarse “democráticamente” materializada por la pluma de sus amanuenses la que dio a luz el decreto 4 de agosto de 1931. Esta concepción filoleninista del partido político subsiste hasta nuestros días.

Volviendo a la actualidad, lo paradójico del caso es que esa abusiva intromisión del Estado en lo que la Suprema Corte calificó en varios fallos como “zona de reserva” de los partidos en lugar de contribuir a la maduración de esas instituciones las asfixió y redujo – justicia electoral mediante – a meras referencias dispersas y anárquicas existentes sólo en los papeles cuyos dirigentes tienen como máxima aspiración integrar alianzas lideradas por una o más figuras poseedoras de cierta expectativa pública para acceder colgados de ellas a cargos electivos o ejecutivos y sus correlativas sinecuras.

Un botón de muestra de la obsolescencia de la legislación vigente en la materia está en el inciso c) del artículo 7 de la ley 23.298 regulatoria de la actividad, el que impone como requisito para la obtención de la personería jurídico política la presentación de una «declaración de principios y programa o bases de acción política, sancionados por la asamblea de fundación y constitución» y en el artículo 22 que exige una «plataforma electoral»  para participar en elecciones.

Cualquiera que haya transitado por las estructuras de un partido político sabe que tales documentos meramente formales no reflejan ni remotamente la realidad de las agrupaciones, y por lo general sólo las leen quienes las escriben porque son una mezcla indigerible de confusas expresiones de deseo y compromisos jamás cumplidos.

Las regulaciones han desfigurado y secado tanto el tuétano a los partidos a punto tal que hoy sus esqueléticas estructuras no tienen más remedio que unirse en las llamadas alianzas transitorias hoy protagonistas excluyentes del escenario electoral gracias a que la legislación les había dejado un amplio margen de acción exento de la asfixiante regulación de los partidos mencionándolas sólo en un par de artículos, aunque hoy ya se ha inmiscuido mucho más en ellas a partir de la malhadada ley 26.571.

De fuentes intelectualoides como las mencionadas al principio de esta nota es de donde surgen  ideas brillantemente equivocadas como que la eliminación de las listas sábanas – en rigor técnico listas bloqueadas o cerradas – la reducción de la cantidad de partidos, la proliferación de controles judiciales o las internas abiertas y simultáneas van a menguar significativamente el poder de las oligocracias partidarias favoreciendo la transparencia del financiamiento y el oxigenamiento del sistema de partidos.

La realidad ya ha demostrado el rotundo fracaso de tales pretensiones pero la mentalidad analógica de los encargados de proveer al electorado de mecanismos de selección adecuados se resiste a abandonar el siglo XX  y entrar en la era digital por lo que no registra las señales de una sociedad cada vez más dinámica y decidida a defender sus propias modalidades de relación y comunicación.

Por eso se insiste en la aplicación de recetas y exigencias absolutamente ineficaces  que concluyen en una virtual apropiación de los partidos por parte del Estado a través de la proliferación metastásica de regulaciones aplicadas por jueces imbuidos de la misma mentalidad decimonónica que lejos de lograr los objetivos perseguidos lo único que han conseguido es esclerosar esas “instituciones fundamentales” poniéndolas en el camino de la extinción por inanición ideológica.

Los pretensos templos de civismo imaginados por los jueces de la CNE, el periodismo y la academia son hoy ruinas humeantes que sobreviven penosamente en lo material pero sin contenido alguno en su interior donde sólo campean la ambición desmedida, la especulación y las riñas por los cargos. De proyectos y programas nada.