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El emblemático de turno

(Por James Neilson) Todos los gobiernos nacionales incluyen a un personaje que, por razones a veces oscuras, desempeña el papel del corrupto emblemático, distinción que en la actualidad ostenta el ex secretario de Transporte, Ricardo Jaime. Pocos días transcurren sin que surjan nuevos cargos en su contra. El más reciente consiste en que TEBA, la empresa concesionaria de la Terminal de Ómnibus de Retiro, que en teoría Jaime controlaba, le pagaba el alquiler de dos departamentos lujosos en la Capital Federal. Antes, fue acusado de enriquecimiento ilícito, ya que durante años su estilo de vida no guardaba relación alguna con sus ingresos declarados, y muchos otros delitos vinculados con temas como la compra de vagones de segunda mano a España y Portugal. El ex funcionario ya enfrenta cuatro procesamientos, de suerte que, por ahora cuando menos, será difícil que otro lo reemplace como el símbolo máximo de la corrupción kirchnerista.

Pues bien, aunque sólo fuera cuestión de un hombre tan insólitamente astuto que logró engañar al crónicamente suspicaz Néstor Kirchner, a la igualmente desconfiada Cristina Fernández de Kirchner y a otros integrantes del elenco gobernante a los que nadie calificaría de ingenuos, el asunto sería muy grave porque revelaría un grado de descontrol realmente asombroso. Sin embargo, no se dan demasiados motivos para creer que quienes conocían a Jaime, entre ellos la presidenta Cristina, ignoraran que en un lapso muy breve se había transformado de un empleado público de ingresos decididamente modestos en un magnate que disponía de aviones privados, yates, viviendas opulentas y otras manifestaciones del bienestar material. Tampoco los hay para suponer que no estuvieran al tanto de los métodos que usaba para aprovechar las oportunidades para lucrar personalmente que le ofrecía su puesto en el gobierno.

Con todo, parecería que los Kirchner y sus ministros optaron por pasar por alto tales detalles sin ni siquiera pedirle aclaraciones a Jaime hasta decidir que no les convendría continuar brindándole el apoyo al que se había acostumbrado. Puede que haya otra forma de aclarar cómo fue posible que el amigo de Néstor Kirchner se las arreglara para prosperar bajo la mirada contemplativa de políticos experimentados supuestamente comprometidos con los valores éticos que todos reivindican, pero sucede que ningún vocero oficial se ha sentido obligado a ensayar una explicación que sirviera para disculpar a los demás miembros del gobierno.

Jaime resultó ser excepcional debido a la desfachatez «menemista» con la que hizo gala de su buena fortuna, pero para que disfrutara de impunidad hasta el año pasado habrá tenido que contar con la protección de la primera mandataria, de su esposo el ex presidente y muchos otros, a los que no les habrá importado en absoluto que a juicio de una proporción muy grande de la ciudadanía fuera un ladrón de guante blanco. Si se sintieran preocupados, sería por el eventual impacto en la imagen del gobierno de la conducta de Jaime, no por entender que tolerar la presencia en una función clave de un hombre de sus características los haría cómplices de los delitos que le serían imputados.

Mientras la presidenta Cristina y sus colaboradores tengan el poder político suficiente como para permitirles mantenerse alejados del banquillo de acusados en que está sentado Jaime, éste seguirá cumpliendo el rol ingrato del emblemático solitario, pero si lo pierden, muchos tendrían que ubicarse a su lado. Por desgracia, en nuestro país la corrupción no es un vicio limitado a un puñado de individuos que se dejan tentar por la posibilidad de adquirir un patrimonio impresionante en muy poco tiempo. Es un mal sistémico que afecta a todas las instituciones y a la clase política nacional en su conjunto cuyos integrantes, motivados por lealtad partidaria o por el temor a verse marginados, no pueden sino actuar como cómplices activos o, en caso de los relativamente honestos, pasivos de delincuentes.

Puesto que cambiar esta situación, procesando a todos los sospechosos de violar la ley, daría lugar a una crisis política todavía mayor que la desatada por el desplome de la economía en el 2001 y el 2002, lo más probable es que el país tenga que continuar conformándose con el espectáculo aleccionador, pero engañoso, brindado por el procesamiento del emblemático de turno.

La única verdad

Prestamente, horas después de la muerte de Kirchner, los concejales de Caleta Olivia, Santa Cruz, no tuvieron el menor empacho en cometer una burrada de marca mayor cambiando el nombre de una avenida – que había sido impuesto en homenaje a los mártires del crucero Gral. Belgrano – por el del diputado desaparecido.

Pocos días mas tarde los ediles tuvieron que dar marcha atrás y votar ¡Por unanimidad! la derogación de esa vergonzosa muestra de obsecuencia y reponer el nombre original forzados por la indignación de los ciudadanos de Caleta Olivia expresada en centenares de firmas presentadas en el Concejo, .

La lectura de este hecho, si bien puede ser calificado de menor en el marco de las barbaridades cometidas por los seguidores del occiso después de su partida, es bien clara: una cosa son los dirigentes «avivados», chupamedias y pusilánimes que habitan tanto en el oficialismo como en la oposición y otra la realidad que transcurre en las calles, donde los ciudadanos están empezando a demostrar que existen a pesar del continuo ninguneo a que los somete tanto el gobierno vendiendo mentiras infantiles para justificar sus desmanes institucionales como los opositores enredados en sus peleas de cartel.

La feroz campaña desatada por el aparato oficial, algunos encuestadores en busca de contratos oficiales y cierta prensa seguidista para instalar la idea de que la continuidad de Mrs. Kirchner es lo mejor para el país y está avalada por una amplia mayoría de la opinión pública podría correr en poco tiempo la suerte de esta insensata y ridícula ordenanza que quedará en la historia de Caleta Olivia como exponente del grado de decadencia moral e intelectual que afecta a gran parte de la dirigencia argentina, porque a pesar del opio que baja desde las alturas del poder algún día el pueblo despierta y hace tronar la remanida frase «La única verdad es la realidad»